En el año 376 el emperador romano Valente autorizó a los visigodos a cruzar el Danubio y establecerse en el Imperio. Los visigodos buscaban refugio de los Hunos, que iban arrasando en dirección oeste desde Asia central, mientras que los romanos esperaban que las zonas abandonadas se repoblasen con campesinos que pagarían impuestos y podrían engrosar sus ejércitos.
Sin embargo muchos políticos y militares veían un peligro inminente en la presencia de los visigodos como ente autónomo dentro del Imperio, considerándolos el equivalente a un tumor en el mismo y que tarde o temprano ocasionarían problemas; no obstante, los pretorios Modesto y Tatiano recomendaron el asentamiento de los federados, por considerar que las ventajas superaban ampliamente a las posibles pegas. Los visigodos cumplieron con su cometido de ejercer de primera línea defensiva contra los hunos y de y de engrosar las arcas imperiales, no obstante fueron los romanos los causantes de que el frágil equilibrio se rompiera dos años después. Los Balcanes eran una zona pobre, y los funcionarios romanos en la región recurrían a todo tipo de corruptelas para prosperar hasta que finalmente los godos se rebelaron contra Roma acaudillados por el jefe visigodo Frigiterno.
En el año 378 el emperador Valente decidió poner fin a la guerra que el enfrentaba contra el pueblo visigodo, reunió un ejército de 22000 soldados de infantería pesada, 27000 de infantería ligera y una fuerza de caballería de 8000 jinetes.
A principios de agosto el emperador se encontró con los visigodos en Tracia, cerca de la ciudad de Adrianópolis. Valente se sentía animado por las noticias de las victorias contra los bárbaros que le llegaban de Graciano, emperador en Occidente, y de su general Sebastián. Además sus exploradores le informaron de que el número de enemigos era muy inferior al que esperaban: aproximadamente 10000 en total, y casi todos de infantería. Como si tratase de confirmarle su debilidad, Frigiterno se presentó ante Valente para pedirle la paz.
Confiado en la victoria, el emperador despreció la oferta de Frigiterno y aunque los consejeros de Valente le suplicaron que esperase a los refuerzos, éste estaba decidido a someter a su enemigo cuanto antes.
El 9 de agosto de 378, el ejército romano marchó desde Adrianópolis al lugar donde se encontraba el campamento visigodo de carros o laager , en una cumbre situada a varias horas de camino. Los godos intentaron continuar con las negociaciones de paz y prendieron fuego a los campos que rodeaban la colina con el fin de retrasar la llegada de los romanos. Finalmente, la infantería romana, frustrada por el retraso, tomó las riendas del asunto y se decidió a atacar.
El primer asalto, totalmente descoordinado, fue un fracaso, pero los romanos veteranos se reorganizaron rápidamente y volvieron a intentarlo confiando en la victoria. En este punto de la batalla quedó clara la razón de los intentos de los visigodos de retrasar las cosas. La caballería pesada visigoda estaba fuera del campamento pero cuando llegó al lugar la imagen hizo estremecer al ejército romano ante los miles de jinetes bárbaros mandados por los generales Alateo y Zafras.
La línea romana resistió mal que bien la dura carga de los germanos, comenzando así un largo combate cuerpo a cuerpo, en el que ambos contendientes sufrieron enormes bajas. Las líneas romanas combatían con denuedo. En el centro, la infantería resistía ahora con fuerza, delegando así en las alas la resolución, o al menos, las posibilidades de acabar con éxito el encuentro. El ala izquierda de caballería empujo a sus contrarios hasta la propia empalizada de carros. Este es el momento clave de la batalla, el flanco romano, que ha avanzado hasta el propio campamento enemigo, pierde su empuje al no recibir entonces las necesitadas tropas de refuerzo con las que concluir la tarea de romper la resistencia enemiga en el sector. Amiano da ahora a entender que el contraataque germano, probablemente apoyado en la guarnición del emplazamiento bárbaro, quebro finalmente la línea de avance de la caballería imperial, de esta forma, el flanco romano, por no haber recibido refuerzos cuando más necesitado estaba de ellos, se vio rebasado por la fiera respuesta de sus adversarios, quienes poco a poco empezaron a rechazar una a una a las diferentes unidades de caballería que les hacían frente. Cuando la desproporción se hizo evidente, los restos de la caballería romana que todavía luchaban en ese flanco fueron finalmente destrozados y puestos en fuga.
Una vez que el lado izquierdo quedo abierto para los enemigos, la infantería del centro romano comenzó a ser envuelta por el flanco. La densidad del polvo seco del verano levantado por los combatientes en el ardor de la refriega, impidió a estos apercibirse del peligro que les acechaba por su izquierda, de repente y sin estos esperarlo, se vieron atacados de flanco y por la espalda, siendo en esta ocasión un serio perjuicio las disciplinadas y compactas formaciones que los romanos presentaban ante sus enemigos.
Sin espacio para maniobrar debido al virulento y cercano ataque de los jinetes godos, los infantes imperiales se veían imposibilitados de responder adecuadamente, es decir, maniobrando con sus unidades, viéndose impelidos así a luchar por sus vidas en una desordenada y sangrienta mele. Las bajas por ambos bandos fueron enormes, los romanos no esperaban clemencia, por lo que vendieron caras sus vidas. Los germanos no querían aflojar la soga, así que presionaban con fuerza. LLegados a un punto de no retorno, no eran pocos los romanos que buscaban ya, en una muerte rápida a la par que gloriosa, el fin de la jornada, lanzándose espada en mano contra nutridas filas de los godos. Aquí y allá los actos de valor y desesperación cubrían el campo de batalla, se cuenta como la sangre y los cuerpos de los caídos hacían, si cabe, más dificultoso el combate, en donde no eran pocos los que resbalaban y caían debido a los resbaladizos charcos de sangre. Finalmente, tras un larga y agotadora lucha, los romanos comenzaron a perder toda suerte de cohesión, las unidades menos expuestas a sus rivales pudieron comenzar a retroceder, otras, envueltas, combatieron hasta la muerte.
Ya era patente la huida general cuando el emperador corrió a refugiarse entre las fuerzas de caballería que todavía resistían los embites del enemigo, pues, Aquí y allá, aun podían encontrarse diferentes unidades defendían todavía sus posiciones, cuando los más habían ya emprendido la huida. Los generales Trajano y Víctor acompañaban al emperador en aquellos momentos, intentando sin éxito reorganizar a algunas unidades auxiliares para mantener una defensa más férrea en las posiciones que ocupaba ahora Valente.
La batalla, propiamente dicha, había finalizado, los últimos núcleos de resistencia fueron aniquilados y, se supone, lo mismo ocurrió con las tropas con las que todavía combatía Valente. De su muerte corren dos versiones, la primera que murió en el propio campo de batalla, víctima de un proyectil enemigo, muriendo entonces junto a simples soldados de a pie. La segunda, que pudo ser retirado del campo, ya herido, por su guardia y algunos de sus acompañantes encontrando refugio en una torre, edificación que fue luego incendiada por los saqueadores germanos (ignorantes de la presencia del emperador), al observar estos que dentro de ella se parapetaban tropas romanas y que se negaban a entregarse. En el combate cayeron también los generales Trajano y Sebastiano, los palaciegos Equino y Valeriano y hasta 35 tribunos, entre ellos Potencio, comandante de las unidades más veteranas (hijo de Ursicino). Del ejército romano no sobrevivió más allá de una tercera parte del ejército, siendo, para muchos, unas perdidas irreparables en tanto en cuanto la flor y nata del ejército oriental había caído en la refriega, unos veteranos imposibles de reemplazar, y unas tropas auxiliares, de demostrada fidelidad, que probablemente tendrían que ser reemplazadas luego por otras más inconstantes y desleales.
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